“Te escribo desde los centros de mi propia existencia, donde nacen las ansias, la infinita esencia”, “te juro que pienso ¿por qué es tan difícil sentir como siento?”. Así reza la letra de una de las canciones de Alejandro Sanz que bien me sirve para este comienzo.
Quiero gritar y me aferro al silencio, busco entre los recuerdos personas que no están y lo vivieron, momentos que fueron pasado y hoy son más presente que nunca, el futuro sigue siendo un misterio. Las palabras deciden no decir nada para dar paso a las lágrimas, que acongojan, aprietan, suspiran y salen a borbotones de unos ojos que olvidaron pestañear para no perderse nada de lo que estaba ocurriendo.
Cuando “Dalia”, ese extraordinario quinto toro de Victoriano del Río salió al ruedo venteño, muchos ya habían perdido la esperanza, otros criticaron lo habido y por haber con fundamento y sin él, pero algunos, solo algunos, muy pocos por cierto, seguíamos aferrados a un sueño que nos hacía y nos hace más fuertes, más creyentes, más nuestros. Nos volvimos locos con la cadencia a la verónica, con esas chicuelinas a manos bajas rematadas con una media abrochada a la cadera, con la sensibilidad de las muñecas. La tanda inicial con unos torerísimos trincherazos daba comienzo a una callada sinfonía de olés desgarrados, gargantas rotas y humo en los aplausos. Naturales de pasión, por bulerías, tientos o tangos, de suavidad en las yemas de los dedos, de acariciar como se acaricia el tacto de la piel cuando se da un beso. Rememoró al padre, hizo eterno el natural más lento y bello, rizó el rizo con un molinete y dejó parado el tiempo en un pase de pecho. La estocada recibiendo fue el remate a una obra colosal, sublime, esplendorosa y gloriosa, de y para todos los sentidos, de alma desnuda y corazón latiendo. A veces, el toreo escuece y se toma la licencia de dolerte por dentro. Historia por y para siempre. A todo el mundo puso de acuerdo.
Por momentos, me paro y pienso lo afortunada que soy de sentir y vivir todo esto. Lo valoro más todavía e incluso es mi impulso del día a día. Soy seguidora de torero, orgullosa al máximo de ello, de las que sufren y saborean la alegría, de las que abrazan tristezas y a los triunfos le pone sonrisas, de las que le duelen los momentos bajos pero vibra de emoción cada vez que su torero vuela alto.
Este triunfo, José Mari, sí, te tuteo y te llamo por tu nombre, lo de Maestro, grande y no sé cuántos adjetivos más, se lo dejo para todos aquellos que quisieron hundirte entre comentarios y hechos y a estas horas presumen de ser lo que nunca fueron, es tuyo, de tu padre, de tu cuadrilla y de tu gente, pero en parte, aunque suene egoísta, también es nuestro. De los seguidores que te amamos y sufrimos, lloramos, vivimos y por ti morimos. Los que nos hacemos kilómetros entre los fríos y primaverales meses de abril y marzo, soportamos los calores del tendido de verano y se nos parte el corazón en otoñales despedidas por echarte de menos en los inviernos que se nos hacen demasiado largos. Los que creemos en ti, a veces, más que tú mismo, los que te defendemos a capa y espada, los de no fue pero mañana será y volvemos, no te dejamos solo, te esperamos, te entregamos nuestro cariño y te damos aliento y fuerza, te seguimos sin pedir nada cambio, te admiramos por tu grandeza humana y torera. Permítenos que un cachito de este triunfo lo sintamos como propio.
Del sueño que soñamos juntos, José Mari, no me olvido, aquí te escribo en primera persona porque sigo creyendo como el primer día y con triunfos como éste me reafirmo más todavía. Profeso tu religión desde que me cogías en tus brazos porque llegar a ti no podía, llevo por bandera con orgullo por ti mi pasión y te tengo más cariño que si de mi sangre fueras. La vida la contamos por momentos, y éste créeme que llora de auténtica felicidad y merecimiento. Dicen que de Madrid al cielo pero, torero mío, yo contigo subo a la gloria y si hace falta bajo hasta al mismo infierno.
Simplemente, GRACIAS TORERO y mi más sincera enhorabuena.
Fotografía: Juan Pelegrín |
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