Amanecía en Sevilla la noche del
Viernes Santo. Madrugada de almas vivientes en calles donde el tiempo se
detiene. Llegaba sin dormir a la ciudad más bonita del mundo, tras una noche en
carretera para ir en busca de la mirada de una Madre que de todo sabe y
entiende, que quiere y padece. Revoloteé por la Correduría y, por esa calle
Feria, tuve que caminar lenta para saborear cada paso que daba en esa bendita
tierra. En Relator, tuve que pararme, ya había gente esperándola a su regreso
tras realizar la estación de penitencia hasta la Santa Iglesia Catedral. Un poquito más adelante,
Parras se engalanaba y nerviosita esperaba su llegada. Ese barrio macareno era
un hervidero de nervios, sin brújalas ni segunderos, con las ansiadas ganas de
vivir un sueño. Entre el murmullo de la gente, se escuchaban ecos de “Cuando
venga la Señora, como se va a poner esto”, “Cuando veas que el Señor se asoma,
ya la gloria tocas”.
Pasaban las horas con el goteo
constante de miles y miles de nazarenos. Capirotes morados y verdes de
terciopelo. Estampitas regaladas por chiquitinas manos, inocentes y alegres,
futuro de generaciones devotas y creyentes. Y sin más preámbulo, al fondo, la
Centuria Romana anunciaba la presentación del Señor al Pueblo, en el momento en
el que un sanedrita judío lee su sentencia, en presencia de Poncio Pilatos. Llegaba el Señor
de la Sentencia, con esa mirada en el todo y la nada, con las manos maniatadas,
con la injusticia acechando su vida, con la misericordia no concedida. Detrás
del paso de misterio, los armaos, con sus plumas blancas, lo escoltaban.
Tras su paso, esa larga calle
emocionada se desbordó aún más en sentimientos cuando vieron doblar la esquina
a la Macarena, bajo palio y con sus andares de Reina, con su derroche de
Esperanza, con el baile de unas mariquillas verdes esmeraldas, con el sonido
de unas bambalinas que iban con el corazón a compás, con sus cinco lágrimas y su sonrisa, con su mirada angelical. El sol, a esas horas de la
mañana, ya iluminaba la belleza de su cara, y a pesar de que la cancelería la
traía apagada, todavía las velas chorreaban cera, después de haberle servido a
la Virgen toda una noche entera.
En ese preciso instante en que mis ojos se quedaron sin pestañear para contemplarla, quiso la Madre pararse ante mí. El capataz detuvo el paso justo delante. Y cuando uno está delante de Ella, tan de cerca, ¡qué más a la vida se le puede pedir! La emoción salió sin necesidad de ir a buscarla, las lágrimas bañaban mi cara al cruzarme con su mirada, mientras, le contaba entre pensamientos lo dichosa que era por verla tan de cerca y tener ese sentimiento macareno metido en lo más adentro. Pedí por los míos, pero sobre todo le di las gracias. Unas gracias que me faltará vida para dárselas.
Sonó la
saeta y se hizo el nudo en la garganta. Sonó el llamador y el corazón un vuelco sintió
rogándole al tiempo que parara y susurrando “No la llames capataz, deja aquí un
rato más a la Esperanza”. Y luego vino la levantá al grito de “Al cielo con
ella”, los vítores y aplausos, la gloria acariciada entre mimados costeros,
rezos, varales, pétalos caídos del mismo cielo. La chicotá alejó su manto verde camino del Arco, cimbreando su trasera de palio entre los acordes de unas notas
que florecen en primavera, solo para
tocarle a Ella. Qué bonito fue verla llegar pero qué triste fue verla
marchar.
Hermosa perla de San Gil, tú que
derramas Esperanza en tu mirada, dime por qué al verte la cara no puedo
contener las lágrimas….
V. Gómez (Pasión en Sevilla) |
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