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Mi abuela me ha contado en reiteradas ocasiones que antes, en el frío invierno, cuando los ruedos
españoles cerraban sus puertas, escuchaba la radio. La llevaba donde ella iba.
Desde casa al campo a trabajar. Su radio era un complemento más. Sus ondas le
retransmitían corridas desde el otro lado del Charco, como ella le decía. O
bien en directo o al día siguiente, de forma diferida. Me intrigaba escucharla
contando esas anécdotas con un aparato que, por unas horas, le daba vida. Ella
decía que la radio tenía magia, te invitaba a imaginar con lo que en la plaza
pasaba, a sentir sin ver, a escuchar atentamente para no perder detalle, a
vivir, a soñar. Y el olé, ¡ay ese olé de La México!, lo recuerda tan intacto como si estuviera
ahora escuchándolo.
Anoche, volví aquellos tiempos y sentí lo mismo que mi
abuela me contaba. El milagro de la radio. Desde tierras americanas, me llegaba
un sonido cálido, vibrante y apasionado. Contaban que la plaza estaba abarrotada,
45.000 almas habían atendido la llamada de un cartel esperado. La México lucía
monumental, grandiosa y señorial. Llena de color y luz, de ilusión y nervios, de
almas latiendo. Cuando el olé sonaba, mi radio, de la emoción, vibraba. Ese
olé profundo, sentido, roto, arrebatado, miles de gargantas al mismo tiempo, en un solo
latido. Estremecía oírlo.
Cuántas veces la radio nos arrancó una sonrisa matinal de camino a la rutina o nos acompañó en una noche de desvelo. Acompañante de soledades, voz de fondo, ventana del mundo. A momentos memorables le puso banda sonora, a momentos cruciales le puso la voz sensible y comunicadora. Anoche, fue la voz del toreo. Sueños, deseos y anhelos iban cogidos de la mano. Valió la pena trasnochar por sentir tanto...
Fue la última noche del mes de enero, una noche de
domingo, cuando José Tomás y Joselito Adame congregaron en La México a miles de
personas y a miles de oyentes pegados a una radio.
¡Qué magia tiene la radio y qué grandeza tiene el toreo!
Fotografía: TauroAgencia |
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