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LÁGRIMAS AMARGAS


Escribo en caliente, con lágrimas amargas, con latidos que por seguir latiendo ni hacen ruido. Escribo en silencio, en plena soledad, en el momento más triste en el que he escrito. Escribo encogida, con un llanto que se escucha solo, en mi interior, para dentro. Incapaz de salir o saliendo por cada poro de mi cuerpo. En mis venas corre el manzanarismo, creo que en mi ADN venía metido, y  llorar es el único consuelo que encuentro en este vacío.


Sabía que mi espalda no estaba para ese gran esfuerzo pero mi corazón me pedía a gritos que lo intentara y sin pensármelo decidí pincharme para no notar el dolor físico y coger el primer tren que me llevara a Alicante. No me importaba nada, solo llevaba un sentimiento que era más fuerte y podía a cualquier impedimento.


El tiempo, pareció querer detenerse. Me quedé parada, inmóvil, bloqueada frente a la capilla. Por mi cabeza pasaban muchos momentos y hasta el privilegio, pese a mi edad, de haberlo visto torear en directo y haber compartido instantes que quedarán en mi recuerdo. Recuerdos que me vinieron al mismo tiempo que las lágrimas cayeron lentas por mis mejillas, como queriendo acompasar la despaciosidad de su toreo.


A partir de ahí, creo que nunca sabré explicar o expresar lo que sentí. José Mari (hijo) y yo nos abrazamos. No hace falta añadir más. Las palabras que nos dijimos solo las escuchó el corazón y nuestros sentidos, porque al mirarnos a los ojos ya el diálogo quedó enmudecido. Confieso que sentí dolor, un dolor amargo, como nuestro llanto, un dolor que solo cura el tiempo, donde tenía la sensación que las piernas no aguantaban mi cuerpo, que no podía soportar el peso del suyo, que no había consuelo que calmara el momento. Verle llorar me partía el alma, sus lágrimas me lastimaban. Tanta tristeza la ahogamos en un eterno abrazo que acabó con un simple beso, porque dicen que hay besos que cuentan lo que siente el alma cuando la boca se queda callada.


Y allí estaba, como siempre, junto a él, sintiendo su dolor como  mío propio, su sufrimiento lo llevaba tatuado en mi corazón y en mi alma. Cuando empecé a seguirle, me juré a  mí misma estar en las buenas y en las malas. Incondicionalmente, pasara lo que pasara.


Salí destrozada, sin fuerzas, solo tuve la necesidad de hablar con una persona que sabía lo que sentía y que, a mi lado, no estaba. Esa mujer que me conoce más que nadie y que desde el otro lado del teléfono supo calmar el momento en el que me encontraba. Esa mujer era mi madre. Cuánto te eché de menos en esos duros instantes.


Al día siguiente, volvía a pisar la plaza de toros de mi tierra, la suya, la del Maestro. Esta vez, todo era diferente y entre ovaciones, gritos de “torero, torero” y tras dar la vuelta al ruedo, salió por la Puerta Grande, el Maestro, camino del cielo.

 

Nunca le olvidaremos...

Hasta siempre, Maestro.

 
 
 

Eliana Abellán Sánchez (@Eliana_Abellan)

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