Septiembre de despedida, de
nostalgia, de melancolía. Eran mis últimas dos corridas de esta temporada en negro y azabache, iban seguidas en el
calendario, una al lado de la otra, las ciudades estaban cerquita, Murcia y
Albacete. Pensé mucho como sería mi final de temporada, este año qué le diría,
cómo reaccionaría… pero todo lo preparado, en ese preciso momento se desbarata
demasiado rápido.
Recuerdo que se vino hacia mí y
nos abrazamos. Así, sin más preámbulo. Nos miramos y comenzamos hablar, ese
diálogo tan nuestro, donde intercambiamos sonrisas, gestos, lágrimas, agradecimientos y
proyectos. De repente, apareció su tan característica frase: “¿por qué siempre
me lloras en la despedida?”, mi respuesta fue
sencilla: “te lloro por emoción y sentimiento. Mira si son celosas mis
lágrimas, que también quieren ser parte del encuentro”. Le comenté que al día
siguiente también iría verle, pero que sabía la gran cantidad de gente que lo
esperaba y me sería difícil acercarme. Él apretándome la mano, me decía “mañana, aunque haya gente, intenta verme”.
Al día siguiente, los aledaños de
la plaza de toros de La Chata estaban repletos. Hacía un día espléndido. El
run-run llevaba el nombre de mi torero. Todos lo esperaban, todos ansiaban
verlo. Eché un vistazo general y desistí intentar avanzar para colocarme en un
lugar donde me fuera posible acercarme. Me quedé apartada, en silencio,
observando todo aquello.
Cuando al principio de la calle vi la furgoneta girar, me vino a la mente su frase “intenta verme”. Pensé: ¿cómo no intentarlo? ¿Por qué no luchar? ¿Por qué no hacerme un hueco entre tanta gente?... Comencé a caminar hacia adelante, hacía zigzags, me colaba entre pequeños e inverosímiles espacios, iba avanzando, no cesaba en mi caminar, mi destino estaba justo al final. Después de unos cuantos empujones y con la ayuda de la fuerza del corazón, llegué a su encuentro. Me recibió con una sonrisa y nos dimos un abrazo de esos que dicen todo. Al instante, sonó su voz diciendo “apriétame la mano” y con la emoción y los latidos del corazón desmesurados grité “te espero en la puerta grande”.
Cuando salió ese sexto toro, las
esperanzas estaban intactas. Sin más, con la mano izquierda surgió la magia.
Los naturales templados, despaciosos, armónicos. Lo bello del verso torero, el
cante de la muleta libre, el compás del sentimiento, las yemas acariciando la
embestida, el suspiro del olé, la plaza puesta en pie. ¡Qué grande es el toreo!
¡Qué grande eres, Torero!
Tras una estocada, en uno de los intentos
con el descabello, el toro le pegó una voltereta. En ese momento sentí que todo
se paraba, un impulso me llevó a salir corriendo hacia la enfermería, mis lágrimas brotaban descontroladamente por mis mejillas, preguntaba
a todo aquél que pasaba, el miedo me ahogaba, la incertidumbre me atragantaba.
Finalmente, las esperadas noticias eran tranquilizadoras, y gracias a Dios todo
quedó en un gran susto con la pena de haber cambiado la puerta grande por la de
la enfermería, pero así es el toreo, en un segundo cambia por completo.
Y así, acabó mi temporada
manzanarista en negro y azabache, con un paseíllo en la Condomina precioso con mi Torero de la mano
de su hijo, con la nostalgia de la despedida, con una faena que emocionó mi alma y un susto que lo llevaré metido en las entrañas. Fueron dos días intensos
que dejaron en mi, multitud de recuerdos.
Fotografías de mi querida amiga Soraya Sanz Martín
Fotografías de mi querida amiga Soraya Sanz Martín |
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