Era un día de junio, con la brisa del mar acariciando el calor
sofocante de una tarde de verano. La ciudad estaba vestida de gala, era su día
grande. La festividad de San Juan. Por los alrededores de la
plaza idas y venidas de gente buscando las puertas de acceso a sus tendidos. Los comentarios de la corrida anterior se entremezclaban con las sensaciones, sueños e ilusiones de la
presente.
Fotógrafo: Rubén Sánchez |
Pasadas las siete, se abrió la puerta de cuadrillas. La emoción se palpitaba en cada instante, en el ambiente, en las caras, en los corazones de los presentes. Con su terno catafalco y azabache José María Manzanares hacía su aparición en la plaza. Despacio y con torería cruzaba el ruedo, como si quisiera sentir sus pies rozando la arena, dejando huella, arrastrando el peso de la tarde y la tristeza. Tras el paseíllo, se hizo el silencio, roto por las notas del himno de Alicante. En el recuerdo, un Torero, un Maestro. Era la forma de rendir homenaje a la memoria del Maestro Manzanares. Con voces cantando al viento, con corazones al descubierto. De nuevo, la emoción fue la protagonista de este momento.
Fotografía: Rubén Sánchez |
Minutos más tarde la corrida seguía su triunfal inicio, con
Manuel Manzanares y Enrique Ponce con dos orejas en el esportón, al igual que
JMManzanares, que había desorejado al tercero, cuando en el sexto, ese hijo que
venía de luto, dolorido de cuerpo y alma, roto, con la suavidad en los cites,
compuesta la figura para el embroque perfecto, se dejó llevar por el toreo.
Ese toreo que rasga el alma, desnuda al torero, escuece por dentro
sin pedir permiso, se siente, se acaricia, enloquece. Con la cabeza fría y el corazón caliente. Llorando sin lágrimas un llanto callado, mudo, entristecido. Obra sentida, de plenitud, de las que el olvido no olvida. Homenaje de un hijo a un padre. Del discípulo al eterno Maestro. De Torero a Torero.
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