Ella nació en siglos pasados, en tiempos que para algunos ya son olvidados. Es bella, llena de vida, de color, de luz. Le llaman Maestranza, con realeza incluida, y vive a orillas del Guadalquivir donde mira con sus grandes ojos a Triana, un barrio marinero y muy torero. Está custodiada por dos Maestros, Curro Romero y Pepe Luis Vázquez aunque Don Juan Belmonte no le quita la vista de encima desde la otra orilla donde noche y día la vigila. Le encanta recibir a gente en sus tendidos, sentirse la más guapa entre tanto señorío y se emociona viendo hacer el paseíllo a los toreros en su dorado albero. Pero, en los últimos años, hay uno que su sueño entretiene…
Él es un hombre elegante con aires del sur, a pesar de haber
nacido en Alicante. Todo un galán que en primavera la “ronea” cada vez que
viene a verla. Ella, indiferente a comentarios, se deja seducir sin disimulo
por su toreo. Es una relación llena de amor, sincera pero emotiva. Muy
pasional e íntima, sin horas marcadas a pesar de que un reloj situado entre sus
arcos se empeñe en marcar con minutos este romance interminable.
La Maestranza lo esperaba ansiosa, estaba un año sin verlo
en su plaza y sabía que su Torero llevaba una pena dentro del alma. Él, puntual
a su cita, apareció vestido de catafalco y azabache y Ella, sensible y
visiblemente emocionada al verlo, un beso en forma de ovación le dio.
Fueron cuatro tardes, cuatro encuentros. Un ambiente inmejorable, un calor de acogimiento. El Torero le susurraba con el capote, lanceaba a la verónica simulando caricias de manos suaves, de roce sutil con la yema de los dedos. Con la muleta la cadencia ahogaba el momento. Al son de "Cielo Andaluz", el compás, el temple, la entrega y la armonía de su toreo se recitaba en verso inacabado porque los cambios de manos paraban el tiempo mientras los olés se ralentizaban con el toreo en movimiento. Misterio. El misterio dicho por unas muñecas que dibujaban en aquel escenario privilegiado naturales profundos y rematados, con gusto, con pases de pecho. Elegancia y empaque, ¡Qué bello!. Se desnudaba el Torero, dejaba al descubierto su alma, entregaba su cuerpo. Ella, sin límites, la pasión la derramaba con la forma de transmitir sus sentimientos. Su corazón se lo entregaba.
Hubo detalles de ternura, lágrimas de emoción, sonrisas de
felicidad, cariño y agradecimiento. Parecía que todo estuviera preparado
para un final apoteósico pero la espada se llevó el anhelo. Cuando el sol caía
y el atardecer se divisaba entre el inmenso arco de la Puerta del Príncipe, el
triunfo resbalaba en una empuñadura que no quiso entrar certera en aquella
tarde de primavera. Era su última comparecencia. Su último aliento.
La plaza, entre runrunes de lo que podía haber sido y no fue, le obligó a dar la vuelta al ruedo. Era el abrazo a su Príncipe consentido, su enamorado, su Torero. Él con un clavel blanco en el pecho, símbolo de los sentimientos más puros y la gratitud más sincera, recorrió con el mismo compás que había toreado el albero soñado.
La espada se llevó el triunfo pero los recuerdos allí quedaron grabados. Solo a la Maestranza le toca contar a los que no fueron lo que se vivió dentro, los demás seguiremos soñando y esperando para verle hacer el paseíllo de nuevo y así, seguir escribiendo la historia de este romance maestrante que va camino de ser eterno.
Fotografía: Arjona |
Emocionante!!! No hay palabras mas bonitas que las tuyas. Beso enorme!!!
ResponderEliminarMuchas gracias Esperanza por tu comentario. Tus palabras me emocionan. Un beso grande.
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