De negro y azabache vino al encuentro. Un encuentro con la luz, tras un invierno viviendo en la oscuridad de la soledad del duelo. De catafalco, de luto, de pasión, de sentimiento. De dolor y recuerdo. Todo oscuro, sombrío, apagado, sin luz. En penumbra. A su vez, era hombre y torero. Un Torero que vistió de negro su alma herida para entender que al mismo tiempo que una vez la sintió morir, esa tarde la llenaba de vida. Una vida con un recuerdo inmortal dentro que perdurará hasta el resto de sus días. Una vida que murió y nació de nuevo simultáneamente en aquel instante en el que el reloj decidió parar las manillas del puntero para buscar lo eterno. El capote de paseo que abrazaba su cuerpo, protegiéndole del miedo, era todo un misterio, también, de color negro. Lo acobijaba de sus emociones, resguardaba un corazón encogido por la sensibilidad del momento. Salió al ruedo, así, vestido de negro por fuera y por dentro. Porque en su interior había fe, no